Eusebio Leal: Condición de la sangre y de las ideas

Recuerdo que visitando la casa de BirÔn, utopía en medio de aquellos cañaverales americanos que rodeaban las tierras de don Ángel Castro y de Lina Ruz, encontré la explicación de lo diferente. Había un aula de primaria.

Recordaba inmediatamente el pensamiento de MÔximo Gómez, cuando llega al rico ingenio, en su avance invasor hacia Occidente y, descabalgado, ingresa en la casa ya pronta a recibir a los dueños y hacendados que han de llegar de La Habana, y lo reciben mayordomos y criados, que estaban todavía levantando los cobertores de las mesas y de las butacas y le muestran la biblioteca de la casa. Y él dice que llegó a sentir hasta cierta desconfianza de nuestras ideas, cuando vio que todo aquello iba a ser sometido a la voluntad férrea de la Revolución de alcanzar una isla, una Cuba independiente, aunque colocÔsemos la bandera de la libertad sobre una montaña de cenizas.

Y después, cuando salió fuera, ya había una pequeña multitud de campesinos, de mujeres, de hombres, y los vio empobrecidos y los vio en condiciones miserables, y lo primero que pregunta es dónde estuvo la escuela. ”Nunca la hubo!

Cuando lleguĆ© a BirĆ”n y vi la escuela y vi lo que aquello significaba, me di cuenta de que, sin proponĆ©rselo, el hombre habĆ­a trazado una utopĆ­a, que procedĆ­a de sus propias ansiedades de la infancia en una pequeƱa ni siquiera aldea, sino de una pequeƱa casita de piedra en medio del campo, en un lugar llamado LĆ”ncara, sobre el dintel de cuya puerta una vez me tocó escribir unas palabras: ā€œAquĆ­ nació Ɓngel Castro Arguiz, un gallego que fue a Cuba y plantó Ć”rboles que aĆŗn florecenā€.

A la puerta de esa casa, llegarían peregrinos los tres varones a lo largo del tiempo. El primero, Ramón, que fue, por ser mayor, como el custodio, en su bondad, desde la tierna infancia de Fidel y de Raúl, y siempre en el afecto de ellos dos.

Luego, Fidel en su viaje a Galicia.Ā  Llega al lugar y les pide, segĆŗn me han dicho: ā€œDĆ©jenme soloā€. Y entra en la casa: un pequeƱo salón, una barbacoa –como la llamarĆ­amos nosotros– para que los animales, que duermen abajo en el invierno siempre hĆŗmedo de Galicia, calienten al hogar de muchos que hay arriba.Ā  El espacio, pequeƱo; el techo, casi toca el suelo.

Cuando, atravesando desde Portugal, llega Raúl y va a visitar el mismo lugar, siente idéntico sentimiento.  Y es que, como decíamos ayer, de una patria, como de una madre, nacen los hombres.  Y cuando saben buscar su raíz en el tiempo, cuando saben apreciar el trabajo que crea y cuando saben comprender lo que esto significa, entienden después la historia.

No por casualidad en los dos pequeños espacios en que han trabajado los dos hombres, el primero durante mucho tiempo, y el segundo hasta hoy durante mucho tiempo, hay dos retratos: un retrato del padre en el despacho de Fidel, y un retrato del padre también en las habitaciones de trabajo de Raúl.

Son dos hombres totalmente diferentes. IdĆ©nticos en vocación, idĆ©nticos en pasión por cumplirla, pero diferentes por completo, a tal extremo que en el despacho de RaĆŗl hay una bella escultura con un personaje que obsedió toda la vida a Fidel.Ā  RaĆŗl quiso representar siempre, en esa forma de su carĆ”cter, al segundo personaje.Ā  El primero, es el Quijote de la Mancha. Siempre que se acerca a esa escultura que le regalaron, hecha en la mĆ”s dura madera de Cuba, el caguairĆ”n, dice: ā€œSe parece a Fidelā€.Ā  Y es verdad.Ā  Enjuto en la Ćŗltima edad de su vida, brillantes los ojos hasta el final de su vida, decidiendo sobre su destino hasta el final de su vida, y al lado le escucha, le discute, le razona y se le opone, entre otras cosas, uno de los pocos que puede hacerlo: Sancho, en este caso, RaĆŗl.

Dos personalidades que, en el caso de la segunda, recibe del protagonismo de la primera el llamado de la vocación. Como me reveló su hermana Emma un dĆ­a, cuando Fidel vuelve, en esa Ćŗltima oportunidad a BirĆ”n, el padre comenta: ā€œViene a llevarse al chiquitoā€.Ā  Y se lo lleva. Y se lo lleva para cumplir Ā”un destino comĆŗn!Ā  Y se lo lleva a la inmensa Habana, donde Fidel brillarĆ­a temprano, mayor que Ć©l, en esa edad que luego –nos pasa a todos– ya no significa nada cuando nos separan seis u ocho aƱos de nuestros hermanos o contemporĆ”neos, pero que en ese momento significaba un salto en el tiempo absolutamente irrealizable para el mĆ”s pequeƱo.

Y entonces, en La Habana, Fidel serÔ el gran batallador de la Universidad, que, como dice Alfredo Guevara, cuando irrumpe en el Ômbito universitario, dividido en facciones y en grupos, aparece con esa figura que le favorece, con su posición de joven pudiente, que viene vestido elegantemente, y que llevarÔ la preciosa leontina, regalo del padre, con un ancla de diamantes y un reloj.  MÔs tarde lo uno y lo otro se empeñarÔn en México.  Y como en el caso de Céspedes, fue necesario empeñarlo todo: la fortuna, la vida, el tiempo de la vida y el destino.
Recuerdo que a Fidel no le interesó nunca ni el oro ni las piedras preciosas, pero le gustó que le revelara finalmente dónde estaban la cadena y el ancla, que una mano piadosa había redimido en la casa de empeños en México.

Pero lo que mÔs le dolía era haber perdido el Ôlbum de las postalitas de la Revolución Francesa, en las cuales tantas veces había estudiado elementalmente la historia del mundo y de los grandes acontecimientos de Europa, que recitaba de memoria.

Raúl sentía una admiración devota por su hermano. Sabía que su destino lo arrastraría como un cometa tras él. Fue, sin embargo, el primero que, saliendo de Cuba, pudo ver la realidad de lo que era entonces el campo socialista de Europa, y en vísperas prÔcticamente de los grandes acontecimientos que transformarÔn la historia de Cuba, regresa para incorporarse al movimiento, en el cual ya estaba, y para incorporarse en la gran aventura.

Simbólicamente, en el entierro de la Constitución, lleva la bandera. Y esa imagen de un adolescente llevando la bandera cubana, que estÔ en las fotos, es realmente retrato temprano de lo que va a ser su destino: le tocaría llevar la bandera mucho mÔs allÔ del tiempo en que el protagonista principal la llevaría con orgullo hasta el final de la vida.

En este momento hay visiones que vuelven a mi cabeza. Recuerdo la noche del 11 de abril de 1995, estÔbamos en Playitas de Cajobabo, y a la hora en que Martí desembarcó cien años antes, Fidel ingresó al agua, en medio de los grandes peligros que el año 1995 cernía sobre Cuba, y se metió en el agua con la bandera cubana y la paseó de norte a sur, alfa y omega, principio y fin.  Y después de haber asistido en silencio a aquella conmovedora ceremonia, nos fuimos.

Años después, muchos años después, me tocaría ver imÔgenes nunca pensadas ni imaginadas; porque hay que decir que en el asalto al Moncada, en la organización, Fidel pudo haber, en el tiempo y en su memoria, sin haberse arrepentido jamÔs de lo que hizo, buscar esas variantes que la experiencia revolucionaria recomienda después de haber recibido el duro golpe: el duro golpe fue el crimen horrendo con sus compañeros prisioneros, particularmente el de Abel, el de Renato, el único muchacho de Santiago que le acompañó en el combate.

Para hallar lo que Ć©l siente por la muerte de Renato, bastarĆ­a recordar su carta de pĆ©same o de recordación al padre de Renato, desde el Presidio de Isla de Pinos, contenida en un libro publicado del acadĆ©mico Mario MencĆ­a.Ā  Pero para recordar el sufrimiento sobre la muerte de Abel, segundo jefe del movimiento, tendrĆ­a que recordar aquel instante en que, por una circunstancia equis, me tocó presentarle el resultado de un trabajo. Me llamó aparte y me dijo al oĆ­do: ā€œVete y llĆ©vaselo, en primer lugar, a YeyĆ©ā€. Todo se reĆŗne en el espacio del tiempo.

El Ćŗnico que alcanzó su objetivo en el Moncada fue RaĆŗl.Ā  Esa es la verdad.Ā  Fue el Ćŗnico que pudo cumplir la misión: desarmar, aprisionar, apoderarse del lugar donde debĆ­a estar. Y no le acompañó la fatalidad del destino de los que atacaron la posta nĆŗmero 1, ni pudo darse cuenta de la orden oportuna y perentoria de retirada, y tuvo que salir de allĆ­ como pudo, ante las vacilaciones de un compaƱero, introducirse en el dĆ©dalo de Santiago –la ciudad que conocĆ­a porque iban a Santiago, y allĆ­ habĆ­an ido de niƱos, al recinto del Colegio de Dolores y a las casas de amigos– y finalmente, retenido en un cuartel, reconocido por un guardia, que le pregunta: ā€œTĆŗ eres el hijo de Ɓngel Castroā€.

Y ante esa revelación, salva la vida, y despuĆ©s vemos la hermosa fotografĆ­a en el presidio en Puerto Boniato, donde aparece un joven desafiante, rodeado de sus compaƱeros, entre ellos JesĆŗs MontanĆ©, por el que tuvo siempre una admiración grande. Fidel lo describe maravillosamente, junto a otros que dieron todo por el Moncada, y que sin sus espejuelos, perdidos en el desembarco –como le ocurrió a Juan Gualberto Gómez–, fue realmente pĆ”lida vĆ­ctima de sus enemigos.

Raúl es la memoria, como lo fue Fidel. Se formó en las ideas revolucionarias desde muy joven. Profundamente martiano, amó con pasión y ama la historia de Cuba, y cree que la clave de la pervivencia de la Revolución estÔ en el conocimiento,  de la historia de este país y de sus hombres.

No es que le complazca estar trasladando de un lugar a otro los restos de los muertos; en realidad, va encendiendo candelas en el camino para que los que son ciegos o tienen vista corta no olviden nunca a los que nos precedieron en el tiempo, y hacia los cuales hay que sentir enorme e inmensa gratitud.

RaĆŗl no ha incumplido jamĆ”s una orden recibida. Recuerdo el momento en que Fidel ordena despojar su traje, y aparece en la Universidad con la estrella solitaria, sin llevar el rombo de los colores.Ā  Y como le decĆ­a a RaĆŗl:Ā Ā ā€œNo, RaĆŗl, el tĆ­tulo de Comandante en Jefe es inherente al cargo de Presidenteā€, cosa que es verdad. Sin embargo, RaĆŗl, con esa modestia que le caracteriza, siempre afirmó que Comandante en Jefe, tal y como Ć©l lo habĆ­a conocido, habrĆ­a uno solo, como lo fue para sus antepasados CĆ©spedes, Presidente y Mayor General; como lo fue para sus antepasados MĆ”ximo Gómez, El GeneralĆ­simo, al cual se subordinan todos, aun el talento indescriptible de Antonio Maceo; se subordinan al jefe. Y Ć©l lo hizo exactamente igual. Las Fuerzas Armadas fueron el reducto. Y cuando los conflictos estallaron, no vinieron aquĆ­ a buscarnos no porque no quisieron; lo quisieron siempre.

La juventud mía fue ver ahí, frente a La Habana, ofensiva y amenazadoramente, el Oxford, aquel buque negro de espionaje, que estaba permanentemente recordÔndonos que en cualquier momento, cualquier día y a cualquier hora volverían.  Pero a cada señal, estaba en las trincheras una legión; a cada señal, ya por Navidad, ya por Año Nuevo, ya por la toma de posesión de un Presidente norteamericano, estÔbamos sobre las armas. Y cuando osaron pisar el suelo de Cuba,  portaron el sueño de la derrota sobre el suelo de Cuba.  Y las Fuerzas Armadas fueron, bajo la comandancia suprema de Fidel, pero como obra continua de Raúl, diaria y cotidiana, el modelo de su espíritu de organización.
Ese ha sido el Ministro de Defensa mĆ”s antiguo del continente. Y ha sido el mĆ”s joven de todos los Ministros de Defensa que se reunĆ­an con los Ministros de Defensa aun para escuchar. Y en el libro de Leonov aparece como un secreto, ya finalmente hecho a voces, cuando le dijeron a Ć©l que ā€œen caso de agresión a Cuba, nosotros no podremos ir, ustedes tendrĆ”n que combatir solosā€.Ā  Y, hecho cargo de eso, recordĆ© mucho cuando insistĆ­a en las maniobras en que la doctrina militar cubana revolucionarĆ­a la hacĆ­a la defensa territorial de todo el pueblo, y que Ćŗnicamente creando en cada esquina un defensor armado de la Revolución, el paĆ­s se salvarĆ­a.

A Raúl le tocó lo peor que le puede tocar a un hombre: que su amado hermano cayera ante él, y que tuviera que ser, al mismo tiempo, el guardiÔn de Fidel en una cama y de su amada y única esposa, Vilma, en la otra. Cuando alguien le preguntó por qué no volvía a amar si era joven todavía, respondió que, después de ella, ya no cabía otro amor en su corazón.

Debo decir ademĆ”s que el dĆ­a en que llevó las cenizas de su esposa a la tumba, allĆ” en el lugar donde ambos compartieron el destino glorioso de la gesta del ii Frente, que fue la utopĆ­a del Estado revolucionario, con escuelas, consejo campesino, nĆŗcleos de lo que serĆ­a mĆ”s tarde un partido de Revolución y una tropa aguerrida, en aquel lugar besó aquella caja.Ā  Y yo me atrevĆ­ a decirle: ā€œA partir de ese momento usted fue menos temido y mĆ”s amadoā€.

Porque el hombre que es capaz de poner un beso, el hombre que es capaz de escuchar lo que escuchĆ© de ella ante Ć©l la Ćŗltima vez que fuimos a aquel lugar, acompaƱando a su compadre y amigo Antonio Gades…Hay dos lĆ”pidas: Vilma y RaĆŗl. Ella le dijo: ā€œViejo, quita el tabique del medio, quĆ­taloā€. ĀæQuĆ© querĆ­a decir?Ā  Estaremos unidos para siempre en el amor y en la historia.Ā  Ella, como fundadora de unidad y unitaria de la mujer cubana, ella como guerrillera y soldado, ella como joven refinada y educada, ella como joven culta que fue, que le permitió hacer la obra polĆ­tica que realizó; porque, como dijo Fidel, y es verdad, las revoluciones solamente pueden ser hijas de la cultura y de las ideas.Ā  Y ella y Ć©l eran cultura e ideas.

Nos sorprende Raúl a cada momento, cuando lo vemos, ahora menos y antes mÔs, por lo que lee, lo que me comenta,  lo que me responde a lo que le cuento y lo que me pide que le diga. ”Es de una sensibilidad totalmente desconocida!
Ha sido, de día, el Ministro; por la tarde y siempre, el hombre del Partido, en la convicción de que el Partido es la Revolución. Cuando quieran destruir la Revolución, desbaraten el Partido.  No una cosa hermética, no una pirÔmide que no admita la interpretación moderna y nueva de la doctrina y del pensamiento de Fidel, a tal punto que él ha convertido en tarea que se interprete y se lea el concepto de Revolución.

Pocas veces un dirigente estuvo mÔs adelante de todos sus colaboradores. Si Vilma estaba en un lado y Fidel en el otro, y se veía obligado a prodigarse, en medio de un Estado agredido y en un momento en el cual el enemigo festejaba la posibilidad real de que se apagara la vida del líder de la Revolución, en ese tiempo realizó los cambios y transformaciones y adecuaciones que la Revolución necesitaba.

Es a veces lamentable que la burocracia traicione el espíritu creador y revolucionario del que ha cumplido al pie de la letra el pensamiento de Fidel: cambiar todo lo que deba ser cambiado, no cambiarlo todo. Pero tampoco Fidel puso límites: cambiar todo lo que deba ser cambiado; pero no todo, porque hay quien dice que hay que cambiarlo todo para que no cambie nada, y hay quien dice que lo cambien todo para que desaparezca la Revolución misma.

Ya sabemos que a esta altura de la vida, RaĆŗl es el hombre que tiene sobre su espalda el principio de autoridad, y se dispone ahora a hacer –como dice MartĆ­ de CĆ©spedes– lo que pocos hombres hacen; cumplirĆ” su palabra y declinarĆ” la responsabilidad de Presidente en breve.Ā  Pero el lĆ­der de la Revolución hoy se llama RaĆŗl Castro Ruz, no porque se lo dijo, ni porque se lo mandaron, ni porque lo heredó; en este caso, el sentimiento de cuna de padre y madre es puramente accidental.Ā  Ā”Esta condición fue de la sangre y de las ideas!Ā  Ā”Y estĆ” ahĆ­ por lo que hizo, por lo que ha hecho y por lo que harĆ”!

Es también el padre y el abuelo.  Ah, qué transformación, qué cosa mÔs maravillosa es cuando se cuadran delante de él los soldados y le dicen todavía: ”Ordene, Ministro! Qué cosa tan maravillosa es cuando, caída la tarde, alguien le dice abuelo, o viene a besarlo en la mejilla un nieto, o es de compartir lo suyo con los demÔs, o llega con un ramo de flores a casa de la anciana que sabe que otro venera.

Sigan el ejemplo de Ʃl: siempre creador, siempre capaz de hacer lo adecuado.
Tuve un privilegio, que quieroĀ recordar: fue la Cumbre de las AmĆ©ricas en PanamĆ”.Ā  AllĆ­ no fue porque lo invitaron; no, no, allĆ­ fue porque en la Cumbre precedente, los paĆ­ses le dijeron al representante del cesĆ”reo imperio que no habrĆ­a Cumbre de las AmĆ©ricas sin Cuba. Las condiciones han cambiado, pero vamos a ver si es verdad.Ā  Pero en la de PanamĆ” se debió cumplir.Ā  Y allĆ­ fue la primera vez que Roma no vio llegar en un carro de hierro a un reyezuelo ni a un lĆ­der rebelde alcanzado en las fronteras del imperio. AllĆ­, con la mayor firmeza y con la mĆ”s cuidada educación –porque es enemigo de los epĆ­tetos y es enemigo de la groserĆ­a y es enemigo de la bullanguerĆ­a–, le dijo al emperador todo lo que habĆ­a que decir y que jamĆ”s habĆ­a escuchado.

Entre los que estaban presentes, algunos estaban buscando culeros desechables porque tenían pÔnico de haber escuchado semejante desafío en su presencia. Y al final, le extendió la mano caballerosamente, y el otro se la extendió.

Comparto el criterio de que ahora podrÔ decirse lo que se quiera de aquel otro estadista; no sé lo que hizo o dejó de hacer, fue el único que hizo algo, y fue correspondido por el otro con la cautela, el sentido común y la confianza de quien lo acompañó aquí en todo. No fue a recibirlo al aeropuerto; lo recibió en su casa, y luego lo acompañó gentilmente a todo, hasta el final. Oyó con paciencia casi todo, absolutamente todo. Y aquí estamos.

No me interesa lo que digan. Hay un viejo refrĆ”n chino, y la Feria estĆ” dedicada a la RepĆŗblica Popular China. Y termino con ese antiguo proverbio chino, que nos lo aplicamos: ā€œSi los perros ladran, es seƱal de que cabalgamosā€.
Muchas gracias.

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Tomado de Cubadebate. Foto: Néstor Martí/Oficina del Historiador.

cubaenresumen

CorresponsalĆ­a en Cuba de Resumen Latinoamericano

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